En todos los países civilizados y realmente democráticos del mundo, los Estados viven de la riqueza que producen sus ciudadanos, a través del cobro de tributos. Por esta vía, la población, al sufragar con su esfuerzo los gastos de funcionamiento del aparato estatal, puede ejercer un control sobre el desempeño de sus gobernantes. Pero cuando el Estado no depende de sus ciudadanos y los gobiernos son los propietarios de la riqueza de la nación se desarrolla una suerte de autonomía funcional respecto de la sociedad. En esta circunstancia, tarde o temprano este Estado y sus gobiernos se convierten en un azote para los ciudadanos y para la sociedad. Aparece aquí el flagelo de la corrupción como consecuencia del manejo poco trasparente de los recursos y de los ingresos de que disponen los gobiernos de turno.
En todos los países civilizados y realmente democráticos del mundo, los Estados viven de la riqueza que producen sus ciudadanos, a través del cobro de tributos. Por esta vía, la población, al sufragar con su esfuerzo los gastos de funcionamiento del aparato estatal, puede ejercer un control sobre el desempeño de sus gobernantes. Pero cuando el Estado no depende de sus ciudadanos y los gobiernos son los propietarios de la riqueza de la nación se desarrolla una suerte de autonomía funcional respecto de la sociedad. En esta circunstancia, tarde o temprano este Estado y sus gobiernos se convierten en un azote para los ciudadanos y para la sociedad. Aparece aquí el flagelo de la corrupción como consecuencia del manejo poco trasparente de los recursos y de los ingresos de que disponen los gobiernos de turno.
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